jueves, 1 de marzo de 2012

Más Milagros de San Francisco de Asís




Relación de algunos milagros de San Francisco
después de su muerte

1. Milagros de las sagradas llagas
1. Al disponerme a narrar, para honor de Dios omnipotente y gloria del bienaventurado padre Francisco después de su glorificación en los cielos, algunos de los milagros aprobados (1), he pensado que es obligado dar comienzo por aquel en que de modo particular se pone de relieve el poder de la cruz de Jesús y se renueva su gloria.
Porque este hombre nuevo Francisco resplandeció con un nuevo y estupendo milagro, apareció distinguido con un privilegio singular no concedido en tiempos pasados, es decir, fue condecorado con las sagradas llagas y su cuerpo -cuerpo de muerte- fue configurado al cuerpo del Crucificado (Flp 3,10.21). Todo lo que sobre esto se diga quedará siempre por bajo de la alabanza que se merece.
Ciertamente, todo el interés del varón de Dios, lo mismo pública que privadamente, se centró en la cruz del Señor. Y para que el cuerpo quedara marcado exteriormente con el signo de la cruz, impreso ya en su corazón desde el principio de su conversión, envolviéndose en la misma cruz, adoptó un hábito de penitencia con forma de cruz, y así quiso que, como su alma se había revestido interiormente de Cristo crucificado, su Señor, del mismo modo su cuerpo quedara revestido de la armadura de la cruz, y que al igual que Dios había abatido a los poderes infernales con este signo, con él militara su ejército para el Señor.
Desde los primeros tiempos en que comenzó a militar en servicio del Crucificado resplandecieron en torno a su persona diversos misterios de la cruz, como más claramente se pone de manifiesto al que considera el desarrollo de su vida: cómo, en efecto, a través de siete manifestaciones de la cruz del Señor, fue totalmente transformado, mediante la virtud de su amor extático, tanto en sus pensamientos como en sus afectos y acciones, en la efigie del Crucificado.
Justamente, pues, la clemencia del sumo Rey, condescendiendo generosamente en favor de sus amantes en medida que supera todo lo que el hombre puede pensar, imprimiéndola en su cuerpo, lo hizo portador de la insignia de la cruz, para que aquel que había sido previamente distinguido con un prodigioso amor a la cruz, fuera también glorificado con el prodigioso honor de la misma (2).
2. A corroborar la firmeza indestructible de este estupendo milagro de las llagas y a alejar de la mente toda sombra de duda, no sólo contribuyen los testimonios, dignos de toda fe, de aquellos que las vieron y palparon, sino también las maravillosas apariciones y milagros que resplandecieron después de su muerte.
El señor papa Gregorio IX, de feliz memoria, a quien el varón santo había anunciado proféticamente que sería sublimado a la dignidad apostólica, antes de inscribir al portaestandarte de la cruz en el catálogo de los santos, llevaba en su corazón alguna duda respecto de la llaga del costado.
Pero una noche, según lo refería con lágrimas en los ojos el mismo feliz pontífice, se le apareció en sueños el bienaventurado Francisco con una cierta severidad en el rostro, y, reprendiéndole por las perplejidades de su corazón, levantó el brazo derecho, le descubrió la llaga del costado y le pidió una copa para recoger en ella la sangre que abundante manaba de su costado. Ofrecióle el sumo pontífice en sueños la copa que le pedía, y parecía llenarse hasta el borde de la sangre que brotaba del costado.
Desde entonces sintióse atraído por este sagrado milagro con tanta devoción y con un celo tan ardiente, que no podía tolerar que nadie con altiva presunción tratase de impugnar y oscurecer la espléndida verdad de aquellas señales sin que fuese objeto de su severa corrección (3).
3. Había un hermano, menor por su orden, predicador de oficio, distinguido por su virtud y fama, firmemente persuadido de las llagas del Santo. Como quisiera penetrar humanamente las razones de este milagro, comenzó a ser agitado por las molestias de una cierta duda. Durante largos días sufrió él la lucha interior, a la par que la curiosidad natural iba tomando cuerpo; cierta noche, mientras dormía, se le apareció Francisco con los pies enlodados; presentaba un rostro humildemente severo y pacientemente airado; y le dijo: «¿Qué clase de dudas y conflictos y qué sucias perplejidades traes dentro de ti? Mira mis manos y mis pies». Observa el hermano las manos traspasadas, pero no ve las llagas en los pies enlodados. «Aparta -le dijo el Santo- el lodo de mis pies y reconoce el lugar de los clavos».
Habiendo tomado devotamente los pies entre sus manos, le parecía que limpiaba el lodo en que estaban envueltos y que con sus manos tocaba el lugar de los clavos. Al despertar se deshace en lágrimas, y con un copioso llanto y una confesión pública limpia aquellos sentimientos anteriores, en cierto modo manchados con el lodo de las dudas.
4. Había en la ciudad de Roma una matrona, noble por la pureza de sus costumbres y por el glorioso linaje de sus padres, que había escogido a San Francisco por abogado suyo. En la alcoba en que en lo escondido oraba al Padre, tenía ella una imagen pintada del Santo.
Un día, mientras estaba entregada a la oración, se dio cuenta de que en la imagen faltaban las sagradas señales de las llagas, y comenzó a afligirse no poco y a admirarse. Pero nada extraño que en la pintura no hubiera lo que el pintor había omitido. Durante muchos días estuvo dando vueltas en su cabeza al asunto y preguntándose cuál podía ser la causa de aquella falta en la imagen; y, de repente, un día aparecieron en la pintura las maravillosas señales, tal como suelen estar representadas en otras pinturas del mismo Santo.
Estremecida por la novedad, llamó inmediatamente a una hija suya, también ella consagrada a Dios, y le preguntó si la imagen había estado hasta entonces sin las llagas. La hija afirma y jura que la imagen no tenía antes las llagas y que ahora ciertamente las lleva. Pero como frecuentemente la mente humana va por sí misma al precipicio y pone en duda la verdad, penetra de nuevo en el corazón de aquella matrona la duda perniciosa de si la imagen no habría estado desde el principio en la forma en que ahora aparecía.
Entonces, el poder de Dios añade al primero un segundo milagro: al punto se borraron las señales de las llagas y la imagen quedó despojada del privilegio de las mismas para que por este segundo prodigio quedara confirmado el primero.
5. En la ciudad de Lérida (cf. 3 Cel 11-13), en Cataluña, tuvo lugar también el siguiente hecho. Un hombre llamado Juan, devoto de San Francisco, atravesaba de noche un camino donde acechaban para dar muerte a un hombre que ciertamente no era él, que no tenía enemigos. Pero el hombre a quien querían matar le era muy parecido y en aquella sazón formaba parte de su acompañamiento.
Saliendo un hombre de la emboscada preparada y pensando que el dicho Juan era su enemigo, le hirió tan de muerte con repetidos golpes de espada, que no había esperanza alguna de que recobrase la salud. En el primer golpe le cercenó casi por completo el hombro con el brazo; en un segundo golpe le hizo debajo de la tetilla una herida tan profunda y grande, que el aire que de ella salía podría ser bastante para apagar unas seis velas que ardieran juntas. A juicio de los médicos, la curación era imposible porque, habiéndose gangrenado las heridas, despedían un hedor tan intolerable, que hasta a su propia mujer le repugnaba fuertemente; en lo humano no les quedaba remedio alguno.
En este trance se volvió con toda la devoción que pudo al bienaventurado padre Francisco para impetrar su patrocinio; ya antes, en el momento de ser golpeado, le había invocado con inmensa confianza, como había invocado también a la Santísima Virgen.
Y he aquí que, mientras aquel desgraciado estaba postrado en el lecho solitario de la calamidad y, velando y gimiendo, invocaba frecuentemente el nombre de Francisco, de pronto se le hace presente uno, vestido con el hábito de hermano menor, que, al parecer, había entrado por la ventana. Llamándole éste por su nombre, le dijo: «Mira, Dios te librará, porque has tenido confianza en mí». Preguntóle el enfermo quién era, y el visitante le contestó que él era Francisco. Al punto se le acercó, le quitó las vendas de las heridas y, según parecía, ungió con un ungüento todas las llagas.
Tan pronto como sintió el suave contacto de aquellas manos sagradas, que en virtud de las llagas del Salvador tenían poder para sanar, desaparecida la gangrena, restablecida la carne y cicatrizadas las heridas, recobró íntegramente su primitiva salud. Tras esto desapareció el bienaventurado Padre.
Sintiéndose sano y prorrumpiendo alegremente en alabanzas de Dios y de San Francisco, llamó a su mujer. Ella acude velozmente a la llamada, y al ver de pie a quien creía iba a ser sepultado al día siguiente, impresionada enormemente por el estupor, llena de clamores todo el vecindario. Presentándose los suyos, se esforzaban en encamarlo como si se tratase de un frenético. Pero, él, resistiéndose, aseguraba que estaba curado, y así se mostraba.
El estupor los dejó tan atónitos, que, como si hubieran sido privados de la mente, creían que lo que estaban viendo era algo fantástico. Porque aquel a quien poco antes habían visto desgarrado por atrocísimas heridas y ya todo putrefacto, lo veían alegre y totalmente incólume. Dirigiéndose a ellos el que había recuperado la salud, les dijo: «No temáis y no creáis que es falso lo que veis, porque San Francisco acaba de salir de este lugar y con el contacto de sus sagradas manos me ha curado totalmente de mis heridas».
A medida que crece la fama del milagro, va acudiendo presuroso el pueblo entero que, comprobando en un prodigio tan evidente el poder de las llagas de San Francisco, se llena de admiración y gozo a un tiempo y glorifica con grandes alabanzas al portador de las señales de Cristo.
Justo era, en verdad, que el bienaventurado Padre, muerto ya a la carne y viviendo con Cristo, diera la salud a aquel hombre mortalmente herido con la admirable manifestación de su presencia y con el suave contacto de sus manos sagradas, ya que llevaba en su cuerpo las llagas de Aquel que, muriendo por misericordia y resucitando maravillosamente, sanó, por el poder de sus llagas, al género humano, que estaba herido, y medio muerto yacía abandonado.
6. En Potenza, ciudad de la Pulla, vivía un clérigo, Rogero de nombre, varón honorable y canónigo de la iglesia mayor.
Atormentado por la enfermedad, entró para orar en una iglesia; había en ella un cuadro de San Francisco, representado con las llagas gloriosas. Al verlas comenzó a dudar de aquel sublime milagro, como cosa del todo insólita e imposible.
De repente, mientras su mente, herida por la duda, divagaba en pensamientos insensatos, se sintió fuertemente golpeado en la palma de la mano izquierda, cubierta con un guante, al tiempo que oyó el silbido como de flecha que es despedida por una ballesta. Al punto, lacerado por la herida y estupefacto por el sonido, se quita el guante de la mano para ver con sus propios ojos lo que había percibido por el tacto y el oído. Sin que antes hubiera en la palma lesión alguna, observó que en medio de la mano tenía una herida que parecía producida por una flecha; de ella salía un ardor tan violento, que creía desfallecer.
¡Cosa maravillosa! En el guante no había ninguna señal, para que se viera que el castigo de la herida infligida misteriosamente correspondía a la herida oculta del corazón.
Estimulado por agudísimo dolor, clama y ruge durante dos días y descubre a todos el velo de su incrédulo corazón. Confiesa y jura creer que ciertamente en el Santo existieron las sagradas llagas y asegura que en su mente han desaparecido todas las sombras de dudas. Suplicante, se dirige al santo de Dios para rogarle que le ayude por sus sagradas llagas, bañando las insistentes plegarias del corazón con un río de lágrimas en los ojos.
¡Prodigioso! Desechada la incredulidad, a la salud del alma sigue la del cuerpo. Se calma del todo el dolor, se apaga el ardor, no queda vestigio alguno de lesión. La divina Providencia quiso en su misericordia curar la oculta enfermedad del espíritu por medio del cauterio exterior de la carne. Curada el alma, quedó también sanada la carne.
El hombre aprende a ser humilde, se convierte en devoto de Dios y queda vinculado al Santo y a la Orden de los hermanos por una perpetua familiaridad.
Este ruidoso milagro fue confirmado con juramento y ratificado con documento sellado por el obispo, y así ha llegado su noticia hasta nosotros.
A nadie, pues, le sea dado dudar de la autenticidad de las sagradas llagas. Nadie, porque Dios es bueno, mire este hecho con ojos maliciosos, como si la dádiva de este don cuadrara mal con la sempiterna bondad de Dios. Porque, si fueron muchos los miembros que con el mismo amor seráfico se unieron a Cristo cabeza para que fuesen hallados dignos de ser revestidos en la batalla con una armadura semejante y dignos de ser elevados en el reino a una gloria semejante, nadie de sano juicio dejaría de afirmar que esto pertenece a la gloria de Cristo.
2. Muertos resucitados
1. En la población de Monte Marano, cerca de Benevento, murió una mujer particularmente devota de San Francisco.
Durante la noche, reunido el clero para celebrar las exequias y hacer vela cantando salmos, de repente, a la vista de todos, se levantó del túmulo la mujer y llamó a un sacerdote de los presentes, padrino suyo, y le dijo: «Quiero confesarme, padre; oye mi pecado. Ya muerta, iba a ser encerrada en una cárcel tenebrosa, porque no me había confesado todavía de un pecado que te voy a descubrir. Pero rogó por mí San Francisco, a quien serví con devoción durante mi vida, y se me ha concedido volver ahora al cuerpo, para que, revelando aquel pecado, merezca la vida eterna. Y una vez que confiese mi pecado, en presencia de todos vosotros marcharé al descanso prometido».
Habiéndose confesado, estremecida, al sacerdote, igualmente estremecido, y, recibida la absolución, tranquilamente se tumbó en el lecho y se durmió felizmente en el Señor.
2. En Pomarico, castro situado en las montañas de la Pulla, vivía con sus padres una hija única de corta edad, querida tiernísimamente por ellos. Muerta a consecuencia de grave enfermedad, sus padres, que no tenían ya esperanza de sucesión, se consideraban como muertos con ella.
Reunidos los parientes y amigos para asistir a aquel tristísimo funeral, yacía la desgraciada madre oprimida por indecible dolor y sumergida en suprema tristeza, sin darse cuenta en absoluto de lo que sucedía a su alrededor.
En esto, San Francisco, acompañado de un solo compañero, se dignó aparecer y visitar a la desconsolada mujer, a la que reconocía como devota suya. Dirigiéndose a ella, le dijo estas consoladoras palabras: «No llores, porque la luz de tu antorcha que crees se ha apagado, te será devuelta por mi intercesión».
Se levantó al instante la mujer, y, manifestando a todos lo que el Santo le había dicho, no permitió que se llevaran el cuerpo muerto de su hija, sino que, invocando con gran fe a San Francisco, tomó a su hija muerta y, viéndolo todos y admirándolo, la levantó viva y completamente sana.
3. Los hermanos de Nocera necesitaban por algún tiempo un carro, y se lo pidieron a un hombre llamado Pedro. En vez de acceder a la petición, neciamente se desató en palabras ofensivas, y, en lugar de prestar lo que en honor de San Francisco de él se solicitaba, hasta vomitó una blasfemia contra el nombre del Santo. En seguida le pesó su necedad y le dominó un terror divino, temiendo que se descargara sobre su persona la ira de Dios, como efectivamente bien presto sucedió: enfermó súbitamente su hijo primogénito y después de breve tiempo falleció.
El desgraciado padre se revolvía por tierra, e, invocando sin cesar al santo de Dios Francisco, exclamaba entre lágrimas: «Yo soy el que he pecado, yo el que he hablado inicuamente; debiste haber cargado sobre mi persona tus azotes. Devuelve, ¡oh santo!, al arrepentido lo que arrebataste al blasfemo impío. Yo me consagro a ti, me pongo para siempre a tu servicio; en tu honor ofreceré de continuo a Cristo un devoto sacrificio de alabanza».
¡Maravilloso! A estas palabras resucitó el niño, y, pidiendo que dejaran de llorar, aseguró que al morir, después de salido del cuerpo, fue acogido por el bienaventurado Francisco y que por él mismo había sido devuelto a la vida.
4. Un niño de apenas siete años, hijo de un notario de la ciudad de Roma, quería -cosa muy propia de niños- seguir a su madre, que iba a la iglesia de San Marcos; al obligarlo ella a quedar en casa, se arrojó por una ventana del palacio, y con el último golpe quedó muerto instantáneamente.
La madre, que todavía no se había alejado mucho, al oír el ruido del golpe, sospechando que su hijo se había caído, volvió apresuradamente, y, comprobando que le había sido arrebatado su hijo con tan lamentable accidente, al punto se lo recriminó a sí misma, y con gritos dolorosos sobresaltó a toda la vecindad, moviéndola al lamento.
Un hermano de la Orden de los Menores llamado Raho, que iba a predicar y en aquel momento pasaba por allí, se acercó al niño y lleno de fe dijo al padre: «¿Crees que el santo de Dios Francisco, por el amor que siempre tuvo a Cristo, muerto en la cruz para devolver la vida a los hombres, puede resucitar a tu hijo?» Respondióle que lo creía firmemente y lo confesaba con fe, y que se pondría para siempre al servicio del Santo si por los méritos del mismo lograba obtener de Dios una gracia tan grande. Postróse aquel hermano con su compañero en actitud de oración, exhortando a todos los presentes a que se asociaran a ella.
Terminada la oración, el niño comenzó a bostezar levemente, luego abrió los ojos y levantó los brazos; en seguida se puso de pie por sí mismo y se paseó ante todos totalmente restablecido, devuelto a la vida y a la salud por el poder maravilloso del Santo.
5. Ocurrió en la ciudad de Capua que, jugando un niño con otros muchos a la orilla del río Volturno, por imprudencia cayó a lo profundo de las aguas, y, siendo devorado rápidamente por la corriente impetuosa, quedó muerto y enterrado en el fango (cf. 3 Cel 44).
A los gritos de los otros niños que con él jugaban a la orilla del río, se agolpó allí una gran multitud de gente. Se pusieron todos a invocar humilde y devotamente al bienaventurado Francisco, y pedían que, mirando la fe de sus devotos padres, librase al niño del peligro de muerte; un nadador que estaba algo alejado oyó los gritos de la gente y se acercó al lugar. Después de una pesquisa, invocó la ayuda del bienaventurado Francisco, y dio con el lugar donde el fango, a modo de sepulcro, había cubierto el cadáver del niño. Al desenterrarlo y sacarlo fuera, miró con dolor al difunto. Aunque el pueblo que estaba presente veía muerto al pequeño, sin embargo, entre sollozos y gemidos, continuaba clamando: «¡San Francisco, devuelve el niño a su padre!» Y hasta los judíos que se habían acercado, conmovidos por natural piedad, decían: «¡San Francisco, devuelve el niño a su padre!»
Súbitamente, el niño, con alegría y admiración de todos, se levantó enteramente sano y pidió le llevasen a la iglesia de San Francisco para dar gracias devotamente al Santo, por cuya virtud reconocía haber sido resucitado milagrosamente.
6. En la ciudad de Sessa, en una aldea denominada Alle Colonne, al desplomarse repentinamente una casa, engulló bajo sus escombros a un joven y lo dejó muerto en el acto.
Alertados por el estruendo del derrumbe, acudieron de todas partes hombres y mujeres, que, removiendo maderos y piedras, hallaron el cadáver del joven y se lo entregaron a su desgraciada madre. Sumergida en amarguísimos sollozos, exclamaba como podía con voces lastimeras: «¡San Francisco, San Francisco, devuélveme a mi hijo!» Pero no sólo ella, sino todos los circunstantes imploraban con ardor el valimiento del bienaventurado Padre. Como no se notaba ningún movimiento ni voz en el cadáver, lo depositaron en el lecho en espera de enterrarlo al día siguiente.
Pero la madre, que tenía confianza en el Señor por los méritos de San Francisco, hizo voto de cubrir el altar de San Francisco con un mantel nuevo si le devolvía la vida a su hijo. He aquí que hacia la media noche comenzó el joven a bostezar y, entrando en calor sus miembros, se levantó vivo y sano, y prorrumpió en palabras de alabanza. Y movió también al clero, que se había reunido a alabar y a dar gracias con alegría interior a Dios y a San Francisco.
7. Un joven llamado Gerlandino, oriundo de Ragusa, se fue a las viñas en tiempo de vendimia. Cuando se colocaba en el depósito de vino debajo de la prensa para llenar odres, de improviso, a causa del movimiento de unos maderos, se desprendieron unas enormes piedras, que cayeron sobre su cabeza y se la golpearon mortalmente.
Acudió en seguida el padre en su ayuda; pero, desesperado al verlo sepultado, lo dejó como estaba. Oyendo las voces y el lúgubre clamor del padre, se presentaron rápidamente los vendimiadores, que, identificados con su gran dolor, extrajeron el cadáver del joven de entre las piedras.
El padre, postrado a los pies de Jesús, humildemente pedía que por los méritos de San Francisco, cuya fiesta se avecinaba, se dignase devolverle su único hijo. Redoblaba las súplicas, prometía obras de piedad e incluso visitar el sepulcro del Santo con su hijo, si lo resucitaba de entre los muertos. ¡Prodigioso en verdad! En seguida, el joven, cuyo cuerpo había sido del todo aplastado, fue devuelto a la vida y a una salud perfecta. Gozoso, se levantó a la vista de todos. Reprendió a los que lloraban y les aseguró que había vuelto a la vida por intercesión de San Francisco.
8. En Alemania resucitó el Santo a otro muerto. Fue un hecho que el papa Gregorio IX certificó para alegría de todos al tiempo de la traslación del cuerpo de San Francisco, mediante letras apostólicas que dirigió a todos los hermanos que se habían reunido en Asís para asistir al capítulo y a la traslación (Bula Mirificans, del 16-V-1230).
No he narrado este milagro en sus detalles, porque los desconozco, pensando que el testimonio papal sobrepuja en validez a toda otra afirmación (cf. 3 Cel 48).
3. Salvados de peligros de muerte
1. En los alrededores de la ciudad de Roma, cierto varón noble, por nombre Rodolfo, a una con su devota mujer hospedó en su casa a unos hermanos menores tanto por espíritu de hospitalidad como por reverencia y amor a San Francisco.
En aquella noche, estando dormido el centinela del castro en lo alto de la torre, tumbado sobre un armazón de maderos en el mismo estribo del muro, suelta la trabazón de los mismos, se precipitó sobre la techumbre del palacio, y de allí al pavimento.
Toda la familia se despertó al estruendo de la caída, y, enterados de la desgracia del centinela, acudieron a auxiliarle el señor del castillo, su señora y los hermanos. Pero el centinela, que había caído de lo alto, estaba sumergido en un sopor tan profundo, que no se despertó ni a los golpes de la caída ni al estrépito de la familia que acudía gritando.
Despertado por fin a fuerza de agitarlo, se puso a quejarse de que le hubiesen privado de un dulce descanso, asegurando que se hallaba plácidamente dormido entre los brazos de San Francisco. Siendo informado de la propia caída por los demás y viéndose en tierra cuando se sabía acostado en lo alto, estupefacto de lo sucedido sin haberse dado cuenta, prometió delante de todos que haría penitencia por reverencia de Dios y del bienaventurado Francisco.
2. En el castro de Pofi, en la Campania, un sacerdote llamado Tomás fue a reparar un molino que era propiedad de la iglesia. Caminando sin precaución por el borde del canal, por el que corrían aguas profundas y abundantes, de improviso vino a caer y ser atrapado de forma extraña en el rodezno que movía el molino. Prendido por el rodezno, quedó allí boca arriba, recibiendo el impetuoso torrente de las aguas.
Ya que no podía con la lengua, interiormente invocaba gimiendo la ayuda de San Francisco. Mucho tiempo permaneció en aquella situación, que sus compañeros consideraban ya completamente desesperada.
En un extremo intento de salvación, movieron con violencia la muela en sentido contrario, logrando que dicho sacerdote fuera despedido a las aguas, donde se revolvía agitado en la corriente. Fue entonces cuando un hermano menor, vestido de túnica blanca y ceñido con un cordón, tomándole por el brazo con mucha suavidad, lo sacó del río, diciendo: «Yo soy Francisco, a quien tú invocaste». Liberado de esta forma y fuera de sí por el estupor, quería besar las huellas de sus pies; ansioso, discurría de una a otra parte, preguntando a los compañeros: «¿Dónde está? ¿Adónde fue el Santo? ¿Por qué camino desapareció?»
Y aquellos hombres, asustados, se postraron en tierra, glorificando las grandezas del Dios excelso y los méritos y virtudes de su humilde siervo.
3. Unos jóvenes de Celano [provincia de Foggia] salieron a cortar hierba en unos campos. Había allí un viejo pozo oculto, cubierto en su boca con hierbas verdes. Tenía este pozo cerca de cuatro pasos en profundidad. Estando los jóvenes trabajando separadamente por el campo, uno de ellos cayó de improviso en el pozo; mientras las profundidades del pozo engullían el cuerpo, su alma se elevaba buscando la ayuda de San Francisco y exclamando fiel y devotamente durante la misma caída: «¡San Francisco, ayúdame!» Los compañeros van de aquí para allá, y, comprobando que el otro joven no comparece, lloran y lo buscan llamándolo a gritos y recorriendo el campo de un extremo a otro. Descubrieron al fin que había caído al pozo; apresuradamente se dirigieron al pueblo, comunicaron lo acontecido y pidieron auxilio. De retorno al pozo en unión de muchos hombres, uno de ellos, atado a una cuerda, fue bajado pozo adentro, y vio al joven sentado en la superficie de las aguas y sin que hubiera sufrido lesión alguna.
Extraído del pozo, dijo el joven a todos los presentes: «Cuando súbitamente caí, invoqué la ayuda de San Francisco; mientras me iba sumergiendo, se me hizo él presente, me alargó la mano, me sujetó suavemente y no me abandonó en ningún momento hasta que, juntamente con vosotros, me sacó del pozo».
4. Mientras el señor obispo de Ostia, luego sumo pontífice con el nombre de Alejandro (4), predicaba en la iglesia de San Francisco de Asís en presencia de la curia romana, una grande y pesada piedra dejada descuidadamente en el púlpito, que era alto y de piedra, vino a caer, a consecuencia de un fuerte empujón, sobre la cabeza de una mujer.
Creyendo los circunstantes que había quedado muerta y con la cabeza del todo aplastada, la cubrieron con el manto que ella misma llevaba puesto, para sacar el cadáver de la iglesia una vez terminado el sermón. Mas ella se encomendó fielmente a San Francisco, ante cuyo altar se encontraba. Y he aquí que, acabada la predicación, la mujer se levantó ante todos totalmente sana, hasta el punto de que no se veía en ella el más leve vestigio de lesión.
Pero hay todavía algo que es más admirable. Durante largo tiempo había sufrido ella dolores casi continuos de cabeza, y -según confesión propia posterior-, a partir de aquel momento, se vio libre de toda molestia de enfermedad.
5. En Corneto, habiéndose reunido varios hombres devotos en el lugar de los hermanos para fundir una campana, un muchacho de ocho años llamado Bartolomé llevó a los hermanos algunos alimentos para los trabajadores. De pronto, un viento impetuoso, que estremeció la casa, echó sobre el muchacho una de las puertas, grande y pesada; todos creían que, aplastado por tan enorme peso, había perecido. De tal modo lo cubría la ingente carga, que nada de él se veía.
Concurrieron todos los presentes e invocaban la diestra poderosa del bienaventurado Francisco. El mismo padre del muchacho que, paralizados los miembros por el dolor, no se podía mover, ofrecía con el corazón y de palabra su hijo a San Francisco.
Fue por fin levantada la funesta carga de encima del muchacho, y aquel a quien creían muerto apareció lleno de alegría, como quien se despierta del sueño, no mostrando en su cuerpo lesión alguna.
Más tarde, a la edad de catorce años, este muchacho se hizo hermano menor y llegó a ser letrado y famoso predicador.
6. Unos hombres de Lentini cortaron una enorme piedra del monte para ser colocada en el altar de una iglesia de San Francisco, que muy pronto iba a ser consagrada. Unos cuarenta hombres trataban de colocar la ingente mole sobre un vehículo; en uno de los esfuerzos, cayó la piedra sobre uno de los hombres, cubriéndolo como losa de muerte.
Desconcertados, no sabían qué hacer. La mayor parte de los hombres se alejaron desesperados. Pero diez hombres que quedaron invocaban con voz lastimosa a San Francisco, pidiéndole no permitiera que un hombre entregado a su servicio muriese de modo tan horrible. Recobraron el ánimo y movieron la piedra con tanta facilidad, que nadie duda que allí estuvo presente el poder de San Francisco.
Se levantó el hombre incólume en todos sus miembros; e incluso obtuvo el beneficio de recuperar la vista, que la tenía un tanto perdida. De esta forma se daba a entender a todos cuán eficaz es, aun en casos desesperados, el poder de los méritos del bienaventurado Francisco.
7. Un caso semejante sucedió en San Severino, en la Marca de Ancona. Una piedra gigantesca, traída desde Constantinopla, era transportada, con el esfuerzo de muchos hombres, a la basílica de San Francisco. En un momento, deslizándose rápidamente, se precipitó sobre uno de los hombres que la traían. Cuando todos pensaban que estaba no sólo muerto, sino desmenuzado, le asistió el bienaventurado Francisco, que levantó la piedra. Quitándose de encima el peso de la piedra, saltó sano e incólume, sin lesión alguna.
8. Un ciudadano de Gaeta llamado Bartolomé trabajaba con todo afán en la construcción de una iglesia de San Francisco. Se desprendió de pronto una viga mal colocada, que, oprimiendo la cabeza, se la golpeó gravemente. Como hombre fiel y piadoso que era, viendo inminente la muerte, pidió el viático a un hermano que allí estaba.
Creyendo el hermano que iba a morir inmediatamente y que no le daba tiempo para traerle el viático antes de que expirase, le recordó aquellas palabras de San Agustín, diciéndole: «Cree, y ya lo recibiste en alimento». La próxima noche se le apareció San Francisco con otros once hermanos y, llevando un corderito en sus brazos, se acercó al lecho y, llamándole por su nombre le dijo: «Bartolomé, no tengas miedo, porque no ha prevalecido contra ti el enemigo, que pretendía impedir que trabajaras en mi servicio. Éste es el cordero que pedías te fuese dado, y que recibiste por el buen deseo; por su poder recibirás también la doble salud del alma y del cuerpo». Le pasó luego la mano por las heridas y le mandó volviera al trabajo que había comenzado.
Levantóse muy de mañana, y, presentándose alegre e incólume ante aquellos que le habían dejado medio muerto, los llenó de admiración y de estupor, excitándolos, tanto por su ejemplo como por el milagro, a la reverencia y al amor del bienaventurado Padre.
9. Cierto día, un hombre de Ceprano llamado Nicolás cayó en manos de crueles enemigos. Con salvaje ferocidad lo cosieron a puñaladas, y hasta tal punto se encarnizaron con él, que lo dejaron por muerto o próximo a morir.
El dicho Nicolás, al recibir los primeros golpes, había exclamado en alta voz: «¡Salve Francisco, socórreme! ¡San Francisco, ayúdame!» Muchos oyeron desde lejos estas palabras, pero no podían ellos auxiliarle.
Llevado a su casa, todo cubierto en su propia sangre, afirmaba confiadamente que no vería la muerte por aquellas heridas y que desde aquel momento no sentía dolores, porque San Francisco le había socorrido y le había conseguido de Dios el poder hacer penitencia.
Los hechos confirmaron su aserto, porque, apenas se le limpió la sangre, contra toda esperanza humana, quedó en seguida libre de todo mal.
10. El hijo de un noble del castro de San Geminiano era víctima de una grave enfermedad, y, desesperado de toda posible curación, había llegado al extremo de su vida. De sus ojos brotaba un chorro de sangre como cuando se abre una vena en el brazo; viéndosele en el resto de su cuerpo todos los demás signos de una muerte próxima, se le juzgaba como muerto. Además, privado del uso de los sentidos y del movimiento por la debilidad del espíritu y de sus fuerzas, parecía difunto del todo.
Reunidos, como de costumbre, los parientes y amigos para celebrar el duelo, y hablando de la sepultura, su padre, que tenía confianza en el Señor, corrió con paso ligero a la iglesia de San Francisco que había en aquel lugar y, colgada una cuerda al cuello, con toda humildad se postró en tierra. De esta forma, haciendo votos e intensificando sus rezos con suspiros y gemidos, mereció tener a San Francisco como abogado ante Cristo.
Volvió el padre al lado de su hijo, y, encontrándolo totalmente curado, el luto se convirtió en alegría.
11. Un prodigio semejante realizó el Señor por los méritos del Santo en Cataluña en favor de una niña de la villa de Tamarit y de otra de cerca de Ancona; estando ellas en el último trance a causa de la enfermedad, sus padres invocaron con fe a San Francisco, quien al momento las restituyó a una perfecta salud.
12. Cierto clérigo de Vicalvi llamado Mateo ingirió un día un veneno mortífero; de tal manera se agravó, que, no siéndole ya posible hablar, le quedaba sólo exhalar el último suspiro. Un sacerdote le aconsejó que se confesara, pero no pudo conseguir de él palabra alguna.
El sacerdote pedía en su corazón humildemente a Cristo que se dignase librarle de las fauces de la muerte por los méritos de San Francisco. Al momento, como confortado por el Señor, pronunció con fe y devoción el nombre de San Francisco ante los circunstantes, vomitó el veneno y dio gracias a su libertador.
4. Náufragos salvados
1. Unos navegantes se encontraban en gran peligro de naufragio distantes diez millas del puerto de Barletta. Arreciando la tempestad y dudando ya de poder salvarse, echaron anclas. Pero, agitándose furiosamente el mar por la fuerza del huracán, rotas las amarras y perdidas las anclas, eran juguete de las olas, navegando sin rumbo fijo por las aguas.
Por fin, amainada la tempestad por designio divino, se dispusieron con todo esfuerzo a recobrar las anclas, cuyos cabos flotaban en la superficie de las aguas. No logrando su intento con sus propias fuerzas, acudieron a la ayuda de muchos santos; pero, agotados por el sudor, no consiguieron durante todo el día recuperar siquiera una sola de las anclas.
Había un marinero, Perfecto de nombre e imperfecto en las costumbres; con aire de burla dijo a sus compañeros: «Mirad, habéis invocado el auxilio de todos los santos y, lo estáis viendo, no hay ninguno que nos socorra. Invoquemos a ese Francisco, santo nuevo. Veamos si se sumerge en el mar y nos recupera las anclas perdidas».
Accedieron los otros marineros, no en plan de bulla, sino de verdad a la sugerencia de Perfecto, y, reprendiéndole por sus palabras burlonas, concertaron espontáneamente un voto con el Santo. Al momento, sin otra ayuda, nadaron las anclas sobre las aguas, como si la naturaleza del hierro hubiera adquirido la ligereza de la madera.
2. A bordo de una nave venía de ultramar un peregrino, del todo extenuado por el agotamiento de su cuerpo a causa de unas altísimas fiebres que había padecido. Se sentía atraído al bienaventurado Francisco por un gran afecto de devoción y le había elegido por abogado suyo delante del Rey del cielo.
Todavía no estaba repuesto perfectamente de la enfermedad; angustiado por los ardores de la sed y faltando ya el agua, comenzó a gritar a grandes voces: «Id con confianza; dadme de beber, que San Francisco ha llenado de agua mi vaso».
¡Qué sorpresa cuando encontraron lleno de agua el recipiente que antes había quedado vacío!
Otro día se desencadenó una tempestad, y la nave era cubierta por las aguas y hasta tal punto era azotada por olas gigantescas, que temieron ya el naufragio. Entonces aquel enfermo comenzó a gritar por la nave: «Levantaos todos y salid al encuentro de San Francisco que viene a nosotros. Está aquí presente para salvarnos». Y, postrándose en tierra entre grandes voces y lágrimas, le rindió culto.
Al instante, con la visión del Santo, recobró del todo la salud y se hizo la tranquilidad en el mar.
3. El hermano Jacobo de Rieti, atravesando en una pequeña barca un río juntamente con otros hermanos, desembarcaron primero éstos en la orilla y, por último, se dispuso a hacerlo él. Pero infortunadamente, dio vuelta el pequeño bote, y nadando el que lo dirigía, el hermano Jacobo se hundió en lo profundo de las aguas.
Invocaban los hermanos que se hallaban en la orilla al bienaventurado Francisco con súplicas nacidas del corazón y pedían con gemidos y lágrimas que socorriese a aquel hijo suyo.
También el hermano sumergido en aquellas aguas profundas imploraba como le era posible con el corazón, ya que no podía hacerlo con la boca, el auxilio del piadoso Padre. De pronto, San Francisco se le hizo presente, y con su ayuda caminaba por las profundidades de las aguas como por tierra seca; y, tomando la barca hundida, llegó con ella sano y salvo a la orilla.
¡Oh extraña maravilla! Sus vestidos no estaban mojados y ni siquiera una gota de agua se posó en su túnica.
4. Un hermano llamado Buenaventura navegaba con dos hombres por un lago; rompióse en parte la barca a causa del ímpetu de las aguas, y se hundió él en lo profundo con la barca y los compañeros. Del fondo de aquel lago de miseria invocaron con grande confianza al misericordioso padre Francisco, y súbitamente flotó la barca llena de agua, y, conducida por el Santo, llegó con los náufragos a bordo al puerto.
Del mismo modo, un hermano de Ascoli, sumergido en un río, fue salvado por los méritos de San Francisco.
También ocurrió en el lago de Rieti que, encontrándose unos hombres y mujeres en un aprieto semejante, invocaron el nombre de San Francisco, y salieron ilesos del peligro de naufragio en aguas profundas.
5. Unos navegantes de Ancona, combatidos por una peligrosa tempestad, se veían ya en riesgo de sufrir un naufragio. Cuando, sin esperanzas de vida, invocaron suplicantes a San Francisco, apareció en la nave una gran luz, y, como si el santo varón por su milagrosa influencia tuviese poder para imperar a los vientos y al mar, sobrevino con aquella luz de cielo la tranquilidad en las aguas.
Creo que no es posible relatar uno por uno todos los casos en que con milagros prodigiosos ha brillado y sigue brillando el poder divino de este santo Padre en los azares del mar y cuántas veces ha ofrecido su ayuda a los que se encontraban en situación desesperada.
En verdad, no debe sorprendernos el poder concedido por Dios sobre las aguas a quien reina ya en el cielo, si consideramos que, mientras vivía en carne mortal, le servían maravillosamente todas las criaturas corporales vueltas a su estado original.
5. Presos y encarcelados puestos en libertad
1. Sucedió en Romania que un griego que servía a un señor fue falsamente acusado de hurto. El dueño de la tierra mandó que fuera encerrado en una estrecha cárcel y cargado de cadenas.
Mas la señora de la casa, compadecida del siervo, a quien consideraba inocente del delito que se le imputaba, insistía ante el señor con ardientes súplicas para que fuera liberado. Obstinado en su dureza, el marido no accedió a los ruegos. Entonces, la señora recurrió humildemente a San Francisco, y, haciendo un voto, encomendó a su piedad al inocente. Pronto acudió el abogado de los desgraciados y visitó en la cárcel misericordiosamente al siervo castigado. Rompió las cadenas, abrió la cárcel y, tomando de la mano al inocente, lo sacó fuera y le dijo: «Yo soy aquel a quien tu señora te ha encomendado devotamente». Sobrecogido por un gran temor el siervo y teniendo que bajar de una altísima roca bordeando la sima, en un momento, por el poder de su libertador, se encontró en el llano.
Volvió a su señora, y, contándole por su orden el suceso milagroso, encendió con renovado fervor en la devota señora el amor a Cristo y la veneración a su siervo Francisco.
2. En Massa de San Pedro [Arezzo], un pobrecillo debía una cantidad de dinero a un caballero. No pudiendo pagarle de momento por su gran pobreza, apresado por el caballero, le rogaba suplicante que tuviese misericordia y que por amor a San Francisco le diese un plazo de espera.
El soberbio caballero desechó las súplicas del pobre y desconsideradamente despreció lo del amor del Santo como algo inútil y vano. Altivamente le contestó: «Te encerraré en tal lugar y te recluiré en tal cárcel que ni San Francisco ni ningún otro te podrán ayudar». Procuró cumplir lo que dijo. Encontró una cárcel oscura, donde encadenado encerró al pobre.
Poco después se presentó San Francisco y, abriendo la cárcel y rompiendo los grillos de los pies, lo devolvió, sin ningún daño, a su casa.
Así, el poder de Francisco conquistó al soberbio caballero, libertó de su desgracia al cautivo que se había confiado a su valimiento, y, mediante un admirable milagro, convirtió la protervia del caballero en mansedumbre.
3. Alberto de Arezzo, puesto en durísima prisión a causa de deudas que injustamente le reclamaban, humildemente encomendó su inocencia a San Francisco. Amaba de modo extraordinario a la Orden de los hermanos menores, y entre los santos veneraba con especial afecto a San Francisco.
Su acreedor, con palabras blasfemas, afirmó que ni San Francisco ni Dios le podrían librar de sus manos. Sucedió que el encarcelado no probó bocado la vigilia de San Francisco y por su amor dio el alimento a un indigente; anocheciendo ya y estando en vela, se le apareció San Francisco; a su entrada en la cárcel se desprendieron los cepos de sus pies y cayeron las cadenas de sus manos, se abrieron por sí las puertas, saltaron las tablas del techo, y, libre ya el preso, volvió a su casa.
Cumplió desde entonces el voto de ayunar la vigilia de San Francisco, y en testimonio de su creciente devoción al Santo fue añadiendo cada año una onza al cirio que solía ofrecer anualmente.
4. Ocupando el solio pontificio el papa Gregorio IX, un hombre llamado Pedro, de la ciudad de Alife, fue acusado de hereje y apresado en Roma, y, por orden del mismo pontífice, entregado al obispo de Tívoli para su custodia. El obispo, que debía guardarlo so pena de perder su sede, para que no pudiera escapar lo hizo encerrar, cargado de cadenas, en una oscura cárcel, dándole el pan estrictamente pesado, y el agua rigurosamente tasada.
Habiendo oído que se aproximaba la vigilia de la solemnidad de San Francisco, aquel hombre se puso a invocarle con muchas súplicas y lágrimas, y a pedirle que se apiadara de él. Y por cuanto por la pureza de la fe había renunciado a todo error de herética pravedad y con perfecta devoción del corazón se había adherido al fidelísimo siervo de Cristo Francisco, por la intercesión del Santo y por sus méritos mereció ser oído por Dios. Echándose ya la noche de su fiesta, San Francisco, compadecido, descendió hacia el crepúsculo a la cárcel y, llamándole por su nombre, le mandó que se levantase rápidamente. Temblando de temor, preguntóle quién era, y escuchó una voz que le decía que era Francisco. Vio que a la presencia del santo varón se desprendían rotas las cadenas de sus pies y que, saltando los clavos, se abrían las puertas de la cárcel, ofreciéndosele franco el camino de la libertad. Pero, libre ya y estupefacto, no acertaba a huir, y gritaba a la puerta, infundiendo el pavor entre todos los custodios.
Estos anunciaron al obispo que el preso se hallaba libre de las cadenas; y, después de cerciorarse del asunto, acudió devotamente a la cárcel y reconoció abiertamente el poder de Dios, y allí adoró al Señor.
Fueron llevadas las cadenas ante el papa y los cardenales, quienes, viendo lo que había sucedido, admirados extraordinariamente, bendijeron a Dios.
5. Guidoloto de San Geminiano fue acusado falsamente de haber dado muerte a un hombre envenenándolo y de que pensaba dar muerte también al hijo del mismo y a toda su familia con el mismo procedimiento. Apresado por elpodestà y cargado de cadenas, fue encerrado en una torre. Pero, seguro de su inocencia, confiando en el Señor, encomendó la causa de su defensa al patrocinio de San Francisco. El podestà pensaba en los tormentos que iba a aplicarle para conseguir la confesión del crimen que se le imputaba y en los castigos con que haría morir al confeso. Pero la noche aquella que precedía a la mañana en que había de ser llevado al suplicio, fue visitado por San Francisco, y, rodeado por un inmenso y radiante fulgor hasta la mañana, lleno de alegría y confianza, obtuvo la seguridad de ser liberado.
Llegaron de mañana los verdugos, y, sacándolo de la cárcel, lo suspendieron en el potro, cargando sobre él muchas pesas de hierro. Muchas veces fue levantado y bajado de nuevo para provocar más acerbos dolores, y así obligarle a confesar su delito.
Pero su rostro reflejaba la alegría de la inocencia, no mostrando ninguna tristeza en medio de las torturas. Luego, suspendido cabeza abajo, encendieron debajo de él una fogata, y ni siquiera se chamuscó uno de sus cabellos.
Al fin le rociaron con aceite hirviendo, y, por el poder del abogado a quien había confiado su defensa, superó todas las pruebas, y, dejado en libertad, marchó salvo.
6. Mujeres salvadas en su alumbramiento
1. Había en Eslavonia una condesa que, tan ilustre por su nobleza como eminente por su virtud, se distinguía por su férvida devoción a San Francisco y por su piadosa solicitud por los hermanos.
Presa de acerbos dolores en la hora de su alumbramiento, hasta tal punto estaba agobiada por la angustia, que el inminente nacimiento de la prole hacía temer la muerte de la madre. No parecía que pudiera alumbrar la prole a la vida sin perder ella misma la suya. El esfuerzo del alumbramiento, más que a dar a luz parecía conducirle a morir.
Recordó entonces la fama, el poder y la gloria de San Francisco, y con ello se excitó su fe y se encendió su devoción. Se volvió al que es auxilio eficaz, amigo fiel, consuelo de sus devotos, refugio de los afligidos, y dijo: «San Francisco, todos mis huesos imploran tu misericordia y prometo en el corazón lo que no puedo explicar». ¡Admirable presteza de la misericordia! El fin de la plegaria fue el fin de los dolores, el término de la gestación y el principio del alumbramiento. Al punto, cesando toda angustia, dio a luz felizmente.
No se olvidó de su voto ni soslayó el cumplimiento de su compromiso. Hizo construir una preciosa iglesia, y, una vez construida, la encomendó a los hermanos para honor del Santo.
2. Había en las cercanías de Roma, una mujer llamada Beatriz que, próxima al alumbramiento y llevando en su seno el feto muerto hacía cuatro días, era atormentada por terribles angustias y dolores mortales. El feto muerto arrastraba a la muerte la madre, y antes de que saliera a la luz originaba un peligro evidente a la que le había engendrado.
Probaba la ayuda de los médicos, pero los esfuerzos humanos resultaban inútiles. Así, la primera maldición recaía sobre la pobre con mayor dureza, porque convertida en sepulcro del fruto de sus entrañas, ella misma pronto, sin remedio, sería devorada por el sepulcro.
Por último, confiándose, mediante intermediarios, con profunda devoción a los hermanos menores, humildemente y llena de fe pidió una reliquia de San Francisco. Sucedió que por voluntad divina se halló un pedacito de cuerda con la que el Santo alguna vez se había ceñido.
Apenas fue puesta la cuerda sobre la doliente, con sorprendente facilidad desapareció el dolor, y, expulsado el feto muerto, causa de muerte, quedó perfectamente restablecida en su salud.
3. La mujer de un noble varón de Calvi, llamada Juliana, durante años tenía el alma sumida en lúgubre tristeza a causa de la muerte de sus hijos, y continuamente estaba lamentando estos desventurados hechos; todos los hijos que sufridamente había llevado en sus entrañas, al poco tiempo, con dolor más agudo, los había tenido que entregar a la sepultura. Como llegase ahora en el seno un nuevo fruto de cuatro meses y viviese más preocupada de la muerte de la nueva prole que de su nacimiento a causa del historial pasado, confiadamente rogaba al padre San Francisco por la vida del nuevo fruto de sus entrañas que no había nacido todavía.
Y he aquí que una noche se le apareció en sueños una mujer que llevaba en sus brazos un hermoso niño y se lo ofreció con extrema alegría. Recusando ella recibirlo, porque temía que pronto lo había de perder, aquella mujer le dijo: «Recíbelo sin temor; el santo Francisco, compadecido de tu tristeza, te envía este niño, que vivirá y gozará de excelente salud».
Despertando al punto la mujer, comprendió por la visión celestial contemplada que le asistía el apoyo del bienaventurado Francisco. Desde aquel momento, llena de más intensa alegría, multiplicó sus plegarias y promesas para recibir la prole prometida. Por fin llegó el tiempo de dar a luz, y alumbró un niño varón, que, al crecer lleno de vigor juvenil, como si por méritos de San Francisco estuviera recibiendo el aliento de la vida, resultaba para sus padres estímulo para una devoción más viva a Cristo y al Santo.
Algo semejante realizó el bienaventurado Padre en la ciudad de Tívoli. Una mujer que había tenido numerosas hijas ardía en deseos de un niño varón. Acudió a San Francisco, redoblando sus plegarias y promesas. Por los méritos del Santo concibió la mujer y dio a luz no ya el niño varón que había pedido, sino dos niños gemelos.
4. Había en Viterbo una mujer que, próxima a dar a luz, parecía estar más próxima a la muerte. Estaba torturada por los dolores que sufría en sus entrañas y toda atormentada por las calamidades inherentes a la condición femenina.
Agotadas las fuerzas de la naturaleza y comprobada la inutilidad de la pericia médica, invocó el nombre de San Francisco, y en un momento, liberada de sus angustias, llevó a feliz término su alumbramiento.
Pero después de conseguir lo que deseaba, se olvidó del beneficio que había recibido, y, no rindiendo al Santo el debido honor, se dedicó a trabajos serviles el día de su fiesta.
De pronto, al extender para el trabajo su brazo derecho, quedó éste seco y sin movimiento. Al intentar atraerlo hacia sí con el izquierdo, también éste, con igual castigo, quedó paralizado.
Sobrecogida la mujer por el temor divino, renovó la promesa que había hecho, y por los méritos del misericordioso y humilde santo, a quien se ofreció de nuevo en devoto servicio, mereció recuperar el uso de los miembros que por su ingratitud y desprecio había perdido.
5. Una mujer de la región de Arezzo se debatía durante siete días en los peligrosos dolores del parto. Ya su cuerpo había tomado un color oscuro y su situación parecía desesperada para todos.
En esta situación hizo un voto al Santo, y, en trance de muerte, se puso a invocar su auxilio. Emitido el voto, se durmió en seguida, y vio en sueños que San Francisco le hablaba dulcemente y le preguntaba si reconocía su rostro y si sabía recitar aquella antífona: Salve, reina de misericordia, en honor de la Virgen gloriosa. Al contestar ella que reconocía el rostro y se sabía la antífona, le dijo el Santo: «Comienza a recitar la sagrada antífona, y antes de acabarla darás felizmente a luz».
A estas palabras despertó la mujer, y con temor comenzó a decir: «Salve, reina de misericordia». Cuando llegó a la invocación de «esos tus ojos misericordiosos» y recordó el fruto del seno virginal, al instante fue liberada de sus angustias y dio a luz un precioso niño, dando gracias a la Reina de la misericordia, que por los méritos del bienaventurado Francisco se había dignado compadecerse de ella.
7. Ciegos que recuperan la vista
1. En el convento de hermanos menores de Nápoles vivió ciego durante muchos años un hermano llamado Roberto. Se extendió sobre sus ojos una excrecencia carnosa que le impedía el movimiento y el uso de los párpados.
Habiéndose reunido en aquel convento muchos hermanos forasteros que se dirigían a diversas partes del mundo, el bienaventurado padre Francisco, espejo de santa obediencia, para animarlos al viaje con la novedad de un milagro, ante la presencia de todos curó a dicho hermano del modo siguiente.
Una noche en que el mencionado hermano estaba postrado en el lecho enfermo y en trance de muerte, hasta el punto de habérsele hecho la recomendación del alma, de pronto se le presentó el bienaventurado Padre junto con otros tres hermanos, perfectos en toda santidad, a saber, San Antonio, el hermano Agustín (cf LM 14,6) y el hermano Jacobo de Asís (cf. 2 Cel 217), que así como le habían seguido perfectamente mientras vivieron en la tierra, así también le seguían fielmente después de la muerte.
Tomando San Francisco un cuchillo, cortó la excrecencia carnosa, le devolvió la visión primitiva y le arrancó de las fauces de la muerte, diciéndole: «Hijo mío Roberto, esta gracia que te he dispensado es para los hermanos que parten a lejanos países señal de que yo iré delante de ellos y guiaré sus pasos. Vayan, pues, contentos, y cumplan con ánimo gozoso la obediencia que se les ha impuesto».
2. Había una mujer ciega en Tebas, en Romania [Grecia], que, habiendo ayunado a pan y agua en la vigilia de la fiesta de San Francisco, en la mañana de la fiesta fue conducida por su marido a la iglesia de los hermanos menores. Al tiempo que se celebraba la misa, en el momento de la elevación del cuerpo de Cristo, abrió los ojos, vio claramente y adoró devotísimamente. En este momento de la adoración exclamó en alta voz y dijo: «Gracias a Dios y a su santo, porque veo el cuerpo de Cristo». Y todos prorrumpieron en aclamaciones de alegría.
Concluida la sagrada función, volvió la mujer a su casa embargada espiritualmente por el gozo y con la luz en los ojos. Gozábase aquella mujer no sólo por haber recobrado la vista material, sino también porque, antes de nada, por los méritos de San Francisco y en virtud de la fe, había merecido contemplar aquel admirable sacramento que es la luz viva y verdadera de las almas.
3. Un muchacho de catorce años de Pofi, en la Campania, atacado súbitamente por una angustiosa dolencia, perdió del todo el ojo izquierdo. Por la violencia del dolor salió el ojo de su lugar; y, debido a la relajación del nervio, el ojo estuvo durante ocho días colgado sobre las mejillas con la largura de un dedo y quedó casi seco. Como sólo restaba la amputación y para los médicos resultaba un caso desesperado, el padre del joven se dirigió con toda el alma al bienaventurado Francisco para implorar su auxilio. El incansable abogado de los desgraciados no defraudó las plegarias del suplicante. Porque con maravilloso poder colocó de nuevo el ojo seco en su lugar, le devolvió el primitivo vigor y lo iluminó con los rayos de la apetecida luz.
4. En la población de Castro, en la misma provincia, se desprendió de lo alto una viga de gran peso, y, golpeando muy gravemente la cabeza de un sacerdote, éste quedó ciego del ojo izquierdo. Derribado en tierra, el sacerdote comenzó a llamar angustiosamente a grandes voces a San Francisco, diciendo: «Socórreme, Padre santísimo, para que pueda ir a tu fiesta, como lo prometí a tus hermanos». Era la vigilia de la festividad del Santo.
A continuación de sus palabras se levantó rápidamente, totalmente restablecido, prorrumpiendo en voces de alabanza y de gozo. Todos los circunstantes, que se condolían de su desgracia, fueron embargados por el estupor y el júbilo. Acudió a la fiesta contando a todos la clemencia y el poder del Santo, que había experimentado en sí mismo.
5. Estando un hombre del monte Gargano trabajando en su viña, al cortar con el hacha un madero, golpeó con tan mala fortuna su propio ojo, que lo partió por medio, y como una mitad del mismo pendía al exterior. Perdiendo la esperanza de que en tan extremado peligro pudiese encontrar remedio humano, prometió a San Francisco que, si le socorría, ayunaría en su fiesta. Al momento, el santo de Dios devolvió el ojo a su debido lugar, y, partido como estaba, de tal manera lo rejuntó de nuevo, que el hombre recuperó la visión perdida y no le quedó la más leve huella de la lesión.
6. El hijo de un noble varón, ciego de nacimiento, recibió, por los méritos de San Francisco, la luz deseada. A partir de este suceso, y en memoria del mismo, se le conoció con el nombre de Iluminado (cf. LM 13,4).
Más tarde, al alcanzar la edad conveniente, agradecido del beneficio recibido, ingresó en la Orden del bienaventurado Francisco. Progresó tanto en la luz de la gracia y de la virtud, que parecía un hijo de la luz verdadera. Por último, por los méritos del bienaventurado Padre, coronó los santos principios con un fin más santo todavía.
7. En Zancato, que es una población que está junto a Anagni, un caballero llamado Gerardo había perdido totalmente la luz de los ojos. Sucedió que, viniendo de lejanas tierras dos hermanos menores, llegaron a su casa buscando hospedaje. Recibidos devotamente por toda la familia por reverencia a San Francisco y tratados con todo cariño, dando gracias a Dios y al señor que les había acogido, se encaminaron al próximo lugar de los hermanos.
Una noche se apareció el bienaventurado Francisco en sueños a uno de ellos, diciéndole: «Levántate, date prisa y vete con tu compañero a la casa del señor que os hospedó, puesto que recibió a Cristo y a mí en vosotros; quiero recompensarle su gesto de caridad. Quedó ciego ciertamente porque lo mereció por sus culpas, que no procuró expiar con la confesión y la penitencia».
Al desaparecer el padre, se levantó rápidamente el hermano para cumplir con su compañero a toda prisa el mandato. Una vez en la casa del bienhechor, le contaron detalladamente lo que uno de ellos había visto en sueños. Estupefacto al confirmar ser verdad lo que escuchaba, movido a compunción, se sometió con lágrimas y voluntariamente a una confesión de sus pecados. Por último, prometiendo la enmienda y renovado interiormente en otro hombre, también exteriormente fue renovado, pues recuperó la perfecta visión de los ojos.
La fama de este milagro, difundido por todas partes, incitó a muchos no sólo a la reverencia del Santo, sino también a la confesión humilde de los pecados y a valorar la gracia de la hospitalidad.
8. Enfermos curados de varias enfermedades
1. En Città della Pieve vivía un joven mendigo sordo y mudo de nacimiento que tenía la lengua tan corta y delgada, que a muchos que la habían examinado muchas veces les parecía que estaba completamente cortada.
Un hombre llamado Marcos lo acogió en su casa por amor de Dios. El joven, notando que aquel hombre le favorecía, comenzó a vivir con él de un modo permanente. Cenando una tarde dicho señor con su mujer en presencia del joven, dijo el marido a ésta: «Consideraría como el mayor milagro si el bienaventurado Francisco consiguiera para este joven el habla y el oído». Y añadió: «Hago voto a Dios que, si San Francisco se digna realizar esto, por amor suyo daré a este joven todo lo que necesite mientras viva».
¡Ciertamente maravilloso! Inmediatamente creció la lengua del joven y éste habló diciendo: «Gracias a Dios y a San Francisco, que me ha proporcionado el habla y el oído».
2. Siendo niño y viviendo todavía en su casa el hermano Jacobo de Iseo, se le produjo una hernia muy grave. Movido por el Espíritu Santo, aunque joven y enfermo, ingresó con ánimo devoto en la Orden de San Francisco, sin descubrir a nadie la enfermedad que le aquejaba. Sucedió que al tiempo de la traslación del cuerpo de San Francisco al lugar en que ahora está depositado el precioso tesoro de sus huesos sagrados, tomó parte también dicho hermano en las alegres funciones de la traslación para rendir el debido honor al santísimo cuerpo del Padre glorificado.
Acercándose al sagrado túmulo en que fueron colocados los santos restos, se abrazó al mismo movido por la devoción del espíritu, y de repente, de modo maravilloso, se sintió curado. Tornó a su lugar la víscera dislocada y desapareció toda lesión. Se desprendió del cinto con que se protegía, y desde entonces se vio libre de todos los dolores pasados.
Por la misericordia de Dios y los méritos de San Francisco, se vieron libres milagrosamente de un mal semejante el hermano Bartolo de Gubbio, el hermano Ángel de Toddi, Nicolás, sacerdote de Ceccano; Juan de Sora, un habitante de Pisa y otro del castro de Cisterna, lo mismo que Pedro de Sicilia y un hombre de Spello, junto a Asís, y muchísimos más.
3. Una mujer de Maremma sufrió durante cinco años de enajenación mental. A esto se añadió la pérdida de la vista y del oído. Arrebatada por la locura, se rasgaba los vestidos con los dientes, y no temía el peligro del fuego y del agua, y era víctima de extremados y horribles ataques de epilepsia.
Pero una noche, disponiendo la divina misericordia compadecerse de ella, iluminada por intervención celestial con los rayos de una luz salvadora, vio que San Francisco se sentaba en un trono sublime, y que ella, postrada ante él, le pedía humildemente la salud. Como el Santo no atendiera todavía a su demanda, la mujer prometió con voto que no negaría limosna a los que se la pidiesen por amor de Dios y del Santo, siempre que tuviera algo que darles. Entonces, el Santo reconoció en esta promesa aquella que él mismo había formulado de modo semejante en otro tiempo, y, haciendo sobre ella la señal de la cruz, le devolvió íntegramente la salud.
Consta también por testimonios dignos de crédito que San Francisco curó misericordiosamente de una dolencia semejante a una niña de Nursia, y al niño de un noble señor y a otro más.
4. En cierta ocasión, Pedro de Foligno se dirigía a visitar en peregrinación el santuario de San Miguel [en el monte Gargano]. No habiéndose comportado en ella con el debido respeto, al gustar agua de una fuente fue poseído de los demonios. A partir de entonces quedó poseso durante tres años; se desgarraba el cuerpo, hablaba cosas nefandas y realizaba acciones horrendas. Tenía a veces momentos de lucidez; en uno de ellos acudió humildemente al poder del Santo, de cuya eficacia para ahuyentar demonios había oído hablar, y fue a visitar el sepulcro del misericordioso Padre. Tan pronto como tocó el sepulcro con su mano, prodigiosamente quedó libre de los demonios que tan cruelmente le atormentaban.
De igual modo, la misericordia de San Francisco vino en ayuda de una mujer de Narni que estaba endemoniada, y de otros muchos. Pero sería largo de contar en sus circunstancias y detalles los tormentos y las vejaciones de que fueron objeto y los modos de curación.
5. Un tal Buonomo, de la ciudad de Fano, paralítico y leproso, llevado por sus padres a la iglesia de San Francisco, consiguió una perfecta salud de las dos enfermedades.
También otro joven llamado Atto, de San Severino, todo cubierto de lepra: hizo un voto, fue llevado al sepulcro del Santo, y por los méritos de éste fue limpiado de la enfermedad. En verdad tuvo el Santo un extraordinario poder para curar este mal, por cuanto en su vida, por amor a la humildad y a la piedad, se había entregado a sí mismo al servicio de los leprosos (cf. LM 1,5-6; 2,6).
6. En la diócesis de Sora, una mujer llamada Rogata hubo de sufrir de un flujo de sangre durante veintitrés años. Había tenido que soportar muchísimos sufrimientos en el tratamiento a que había sido sometida por muchos médicos. Muchas veces parecía llegar a morirse por la gravedad del mal. Y, si alguna vez se detenía el flujo, se hinchaba todo su cuerpo.
Oyendo a un niño que en lengua romana (5) cantaba los milagros que Dios había realizado por medio del bienaventurado Francisco, estremecida por agudísimo dolor, se desató en lágrimas y con encendida fe interiormente comenzó a decir: «¡Oh bienaventurado padre Francisco, que brillas con tantos milagros! Si te dignas librarme de esta dolencia, se acrecentaría en gran manera tu gloria, puesto que hasta ahora no has realizado un milagro semejante». Dichas estas palabras, se sintió curada por los méritos de San Francisco.
También un hijo de esta mujer, llamado Mario, que tenía un brazo contracto, fue curado por el Santo después de haberle hecho un voto.
Asimismo, una mujer de Sicilia, que durante siete años había padecido flujo de sangre, fue curada por el feliz heraldo de Cristo.
7. Había en la ciudad de Roma una mujer de nombre Práxedes. Célebre por su religiosidad, ya desde niña se había encerrado en una estrecha cárcel; en ella vivió durante casi cuarenta años. Dicha Práxedes obtuvo una gracia singular de parte del bienaventurado Francisco.
Como un día hubiese subido en busca de algunas cosas necesarias a la terraza de su celdita, sufriendo un desvanecimiento, cayó al suelo con tan mala fortuna, que fracturó el pie con la rótula y se dislocó además el húmero. En este trance se le apareció el benignísimo Padre, vestido con las blancas vestiduras de la gloria, y con dulces palabras comenzó a hablarle así: «Levántate, hija bendita; levántate y no temas». La tomó de la mano, y, levantándola, desapareció.
Pero ella, volviéndose de una a otra parte en su celdita, pensaba ver una visión. Cuando, a sus voces, aportaron los suyos una luz, viéndose perfectamente curada por el siervo de Dios Francisco, contó por su orden todo lo sucedido.
9. Profanadores de la fiesta del santo
y enemigos de su gloria
1. En la villa de Le Simon, en la región de Poitiers, un sacerdote llamado Reginaldo, devoto del bienaventurado Francisco, había ordenado a sus parroquianos que la fiesta de San Francisco debía ser celebrada con toda solemnidad.
Pero uno de los feligreses, que no conocía el poder del Santo, menospreció el mandato de su párroco. Salió, pues, fuera al campo a cortar leña; y, cuando se preparaba ya para el trabajo, oyó por tres veces una voz que decía: «Hoy es fiesta; no es lícito trabajar».
Como la terca temeridad de aquel hombre no se dejase frenar ni por el mandato del sacerdote ni por la voz del cielo, para gloria de Francisco se manifestó sin tardanza el poder divino mediante un milagro y el azote de un castigo. Porque, apenas había tomado con una mano la horca y había elevado la otra con el instrumento de hierro para iniciar el trabajo, de tal modo quedaron adheridos los dedos a ambos instrumentos, que no le era posible soltarlos de los mismos.
Lleno de estupor por ello y no sabiendo qué hacer, se dirigió corriendo a la iglesia, reuniéndose muchos de todas partes para ver el prodigio.
El hombre, profundamente arrepentido en su corazón, por consejo de uno de los sacerdotes allí presentes -eran muchos los que invitados habían acudido a la fiesta-, puesto ante el altar, se consagró humildemente al bienaventurado Francisco, y así como por tres veces había oído la voz del cielo, se comprometió con tres votos, que fueron: primero, celebrar siempre su fiesta; segundo, venir el día de su fiesta a la iglesia en que se hallaba en aquel momento; tercero, visitar personalmente el sepulcro del Santo.
¡Prodigio maravilloso! En presencia del gran gentío reunido, que imploraba devotísimamente la clemencia del Santo, cuando el hombre hizo el primer voto quedó libre uno de los dedos; al emitir el segundo voto, se soltó otro, y, pronunciado el tercer voto, se libertó el tercero, y en seguida también una de las manos, y, por último, la otra.
Libre ya del todo, por sí mismo pudo desprenderse de los instrumentos, mientras todos alababan a Dios y el poder prodigioso del Santo, que tan admirablemente podía castigar y sanar. En recuerdo del hecho, los instrumentos del trabajo están todavía hoy pendientes delante del altar levantado allí en honor del bienaventurado Francisco.
Muchos milagros realizados allí y en los lugares vecinos muestran que el Santo es glorioso en el cielo y que en la tierra ha de celebrarse su fiesta con veneración.
2. En la ciudad de Le Mans, una mujer se disponía a trabajar en la festividad de San Francisco; extendió sus manos en la rueca y cogió con sus dedos el huso. En el mismo momento, sus manos quedaron yertas y un intenso ardor comenzó a atormentarle en los dedos.
Amaestrada con el castigo, reconociendo el poder del Santo y arrepentida de corazón, se fue corriendo a los hermanos. Implorando los devotos hijos la clemencia del Padre en favor de la salud de la mujer, se vio al instante curada, sin que quedase en ella más que la huella de una quemadura en memoria del hecho.
Cosa semejante sucedió con una mujer de Campania Mayor, y con otra de Valladolid (6), y con una tercera de Piglio; negándose ellas, por menosprecio, a celebrar la fiesta del Santo, primero fueron castigadas de un modo sorprendente por su desacato, y luego, arrepentidas, fueron, de un modo más admirable todavía, liberadas de sus males por los méritos de San Francisco.
3. Un caballero de Borgo, en la provincia de Massa, denigraba con descarada impudencia las obras y milagros del bienaventurado Francisco. Se desataba en insultos contra los peregrinos que venían a celebrar la memoria del Santo y propalaba cosas absurdas contra los hermanos (7).
Combatiendo una vez la gloria del Santo, acumuló sobre sus pecados esta detestable blasfemia: «Si es verdad que este Francisco es un santo, que muera yo hoy atravesado por una espada. Pero, si no es santo, que permanezca sin ningún daño».
No tardó la ira de Dios en darle su merecido castigo al convertirse su oración en pecado; Al poco, este blasfemo injurió a un sobrino suyo, y éste tomó una espada y con ella atravesó las entrañas de su tío.
Aquel mismo día murió el malvado, esclavo del infierno e hijo de las tinieblas. Provechosa enseñanza para que todos aprendieran no a blasfemar las obras maravillosas del Santo, sino a honrarlas con devotas alabanzas.
4. Mientras un juez llamado Alejandro, con lengua envenenada apartaba a todos los que podía de la devoción de San Francisco, por designio divino fue privado del uso de la lengua, y quedó mudo durante seis años. Este hombre que se veía atormentado en aquello mismo con lo que había pecado, convertido a una seria penitencia, se dolía de haber hablado contra los milagros del Santo.
Por eso cesó la indignación del Santo misericordioso, y, recibiendo en su gracia al hombre arrepentido que le invocaba humildemente, le devolvió el uso de la lengua. Habiendo recibido, por medio del castigo, la devoción y una buena enseñanza, dedicó desde entonces su lengua blasfema a las alabanzas de Francisco.
10. Otros milagros de diversa índole
1. En el castro de Gagliano, de la diócesis de Valva, había una mujer llamada María, dedicada al devoto servicio de Cristo Jesús y de San Francisco. Un día de verano salió a ganarse el alimento necesario con sus propias manos.
Con el exagerado calor que hacía comenzó a desfallecer por los ardores de la sed. Sola en un árido monte y privada del alivio de toda bebida, casi exánime, caída en tierra, invocaba con encendido afecto del corazón a su abogado San Francisco. Mientras la mujer permanecía en humilde y ardiente súplica, extenuada por el trabajo, la sed y el calor, se durmió un poco. He aquí que, viniendo San Francisco a ella y llamándola por su nombre, le dijo: «Levántate y bebe el agua que por regalo de Dios se te brinda a ti y a otros muchos».
Al oír aquella voz despertó la mujer del sueño muy confortada; y, tirando de un helecho que había junto a ella, lo arrancó de raíz. Cavando luego alrededor con un palito, encontró agua viva, que al principio parecía sólo destilar como un hilo cristalino, y súbitamente se convirtió, por el poder de Dios, en una fuente.
Bebió, pues, la mujer hasta saciarse y lavó los ojos, que tenía antes oscurecidos por el largo penar, y que desde aquel momento sintió inundados de luz. Con paso ligero se dirigió la mujer a su casa, comunicando a todos, para gloria de San Francisco, tan estupendo milagro.
Concurrieron muchos al lugar atraídos por la fama del prodigio, y comprobaron por la experiencia el admirable poder de aquella agua; muchísimos, previa la confesión de sus pecados, al contacto de la misma, han quedado libres de las consecuencias desastrosas de varias enfermedades.
Persiste todavía visible aquella fuente, y junto a ella ha sido construida una pequeña ermita en honor a San Francisco.
2. En Sahagún, villa de España, el Santo hizo reverdecer milagrosamente, contra toda esperanza, un cerezo que, estando completamente seco, se cubrió de hojas, flores y frutos. También a los habitantes de Villasilos, de modo milagroso, los liberó de una peste de gusanos que corroían los viñedos de sus confines.
Junto a Palencia, atendiendo a las confiadas súplicas de un sacerdote, limpió completamente un hórreo, que le pertenecía, de los gusanos del grano que todos los años lo infestaban.
En las tierras de cierto señor de Petramala, en la Pulla, confiadas humildemente al cuidado del Santo, hizo éste desaparecer completamente la peste de la langosta; con la particularidad de que todas las otras tierras colindantes fueron devoradas por dicha plaga.
3. Un hombre llamado Martín había llevado sus bueyes a pastar lejos del castro. Uno de los bueyes se accidentó con tan mala fortuna, que se rompió una pata. Como no había ninguna esperanza de remedio para el caso, resolvió desollarlo. Al no tener a mano instrumento adecuado para hacerlo, retornó a su casa, dejando el buey al cuidado del bienaventurado Francisco. Se lo encomendó a su fiel custodia para que no fuese devorado por los lobos antes de su regreso.
A la mañana siguiente, muy temprano, volvió con el desollador al lugar donde dejó el buey, y lo encontró paciendo tan por completo curado que no se distinguía en él ninguna diferencia entre una y otra pata.
Dio el hombre gracias al buen pastor San Francisco, que tan diligente cuidado tuvo de su buey proveyéndole de medicina.
El humilde Santo sabe socorrer a todos los que le invocan y no se desdeña en atender las más pequeñas necesidades de los hombres.
Así, a un hombre de Amiterno le devolvió un asno que le habían robado. A una mujer de Antrodoco le reintegró, perfectamente compuesto, un plato nuevo que se había caído y se había hecho añicos. A otro hombre de Montolmo, en la Marca de Ancona, le reparó un arado que quedaba inservible por habérsele roto.
4. En la diócesis de Sabina vivía una viejecita octogenaria, cuya hija dejó al morir un niño de pecho. La pobrecita anciana, sin recursos económicos y falta de leche, no podía encontrar mujer alguna que diese de mamar al sediento pequeñito tal como lo exigía la necesidad. La anciana no sabía a dónde dirigirse en aquel trance.
Debilitado el nietecito, una noche en que se hallaba desprovista de todo posible recurso humano, bañada en lágrimas, se dirigió con todo su corazón al bienaventurado Francisco para implorar auxilio. En seguida acudió el amante de los inocentes y le dijo: «Mujer, yo soy Francisco, a quien con tantas lágrimas invocaste. Pon tu pecho a la boca del niño, porque el Señor te dará leche en abundancia».
Cumplió la abuelita el mandato del Santo, y al momento los pechos de la octogenaria dieron leche abundante. Se hizo manifiesto a todos el don admirable del Santo, y muchos hombres y mujeres se dieron prisa para verlo. Y como lo que veían los ojos no podía negarlo la lengua, todos se movían a alabar a Dios por el poder prodigioso y por la dulce misericordia del Santo.
5. Había en Scoppito [provincia de Aquila] un matrimonio que, no teniendo sino un solo hijo, todos los días lo deploraba como oprobio de la familia. Tenía el pequeño los brazos como encadenados al cuerpo; las rodillas, pegadas al pecho, y los pies, a las nalgas. Más que una persona humana, parecía un monstruo. La mujer, a quien afectaba más profundamente esta desgracia, clamaba con continuos gemidos a Cristo, invocando el auxilio de San Francisco y pidiéndole se dignase socorrerla en aquella desgracia y librarla de aquel oprobio.
Una noche en que por esta desgracia estaba sumida en tristeza, se abandonó a un triste sueño. Se le apareció San Francisco, y, hablándole con dulces palabras, la persuadió a que llevase el niño a un lugar próximo consagrado a su nombre. Le anunció que el niño recibiría una completa curación si era rociado en nombre de Dios con el agua del pozo que había en aquel lugar.
Ante la negligencia de la madre en cumplir lo prescrito por el Santo, volvió éste a renovar su mandato. Por tercera vez se le apareció el Santo, y, haciendo él mismo de guía, condujo a la madre con el niño hasta la puerta del dicho lugar. Llegaron a él, movidas por la devoción, algunas nobles matronas, a quienes la mujer expuso diligentemente la visión que había tenido. Estas, a una con la madre, presentaron al niño a los hermanos. Sacaron agua del pozo, y la más noble entre las matronas lavó con sus propias manos al niño. Al punto, éste recuperó la posición natural de todos sus miembros y apareció totalmente curado.
Todos quedaron impresionados de admiración por la grandeza de este milagro.
6. En el castro de Cera, diócesis de Ostia, había un hombre con la piel en tal estado, que no podía ni caminar ni moverse.
Perdida toda esperanza en los remedios humanos y abrumado por la angustia, una noche, tal como si viese presente al bienaventurado Francisco, comenzó a querellarse con estas palabras: «Ayúdame, santo mío Francisco; recuerda mis servicios y la devoción que te he tenido. Te llevé en mi jumento y besé tus pies y tus santas manos, siempre fui devoto tuyo y siempre te quise; mira que me muero con el atrocísimo tormento de este dolor».
Movido por estas quejas el Santo, que recuerda los beneficios y se complace en la devoción de sus fieles, acompañado de otro, se apareció a aquel hombre, todavía en vela. Le dijo que había venido a su llamamiento y a traerle el remedio de la salud. Le tocó en el lugar del dolor con un pequeño bastoncito en forma de tau, y, reventando al punto la apostema, le dio una perfecta salud. Y lo que es más admirable: para recuerdo del milagro dejó impreso el signo tau sobre el lugar de la úlcera curada. Con este signo firmaba San Francisco sus cartas siempre que por motivo de caridad enviaba algún escrito.
7. Pero advierte que, mientras la mente, distraída por la variedad de lo que se narra, va discurriendo por los diversos milagros del glorioso padre Francisco, por mérito del portador del signo de la cruz se encuentra, guiada por Dios, con el emblema de la salvación, la tau. Esto sucede para que caigamos en la cuenta de que como la cruz fue, para quien militó tras de Cristo, el más alto mérito para la salvación, de la misma manera es, para quien triunfa con Cristo, el más firme testimonio de su honor.
8. Ciertamente, este grande y admirable misterio de la cruz, en que los carismas de las gracias y los méritos de las virtudes y los tesoros de la sabiduría y de la ciencia se esconden tan profundamente, que quedan ocultos a los sabios y prudentes de este mundo, le fue revelado plenamente a este pobrecito de Cristo: toda su vida se cifra en seguir las huellas de la cruz, en gustar la dulzura de la cruz y en predicar la gloria de la cruz. Por eso pudo en verdad decir, en el principio de su conversión, con el Apóstol: Lejos de mí el gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Con no menos verdad pudo también añadir durante su vida: Paz y misericordia sobre aquellos que siguieron esta regla. Y con plenísima verdad pudo afirmar al fin de su vida: Llevo en mi cuerpo las llagas del Señor Jesús.
Por lo que a nosotros se refiere, deseamos oír de él todos los días aquellas palabras: Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo con vuestro espíritu Amén (Gál 6,14.16-18).
9. Gloríate, ya seguro, en la gloria de la cruz tú que fuiste glorioso portador de los signos de Cristo; diste comienzo a tu vida en la cruz, caminaste según la regla de la cruz y en la cruz diste cima a tu carrera, manifestando a todos los fieles, por el testimonio de la cruz, la gloria de que disfrutas en el cielo.
Sígante confiadamente los que salen de Egipto, porque, dividido el mar por el báculo de la cruz de Cristo, atravesarán el desierto, y, pasado el Jordán de esta mortalidad, ingresarán, por el admirable poder de la cruz, en la prometida tierra de los vivientes.
Que el verdadero guía y Salvador del pueblo, Cristo Jesús crucificado, por los méritos de su siervo Francisco, se digne introducirnos en la tierra de los vivientes para alabanza y gloria de Dios uno y trino, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
* * * * *
Notas:
1) Se trata de la aprobación que precedió a la canonización, y de la que se habla en esta Leyenda 15,6 (cf. 1 Cel 123). En consecuencia, los milagros hubieron de tener lugar entre el 3 de octubre de 1226 y el 16 de julio de 1228. Pero aparecen también algunos obrados después de la canonización. En este elenco, San Buenaventura, invirtiendo algunas partes, sigue el Tratado de los milagros, escrito anteriormente por Tomás de Celano. Celano presenta en los capítulos 1-7 también los milagros realizados por San Francisco en vida; San Buenaventura se ciñe a los ocurridos sólo después de su muerte.
2) Los estigmas, como «sello» de identificación con Cristo: es el tema constante de la primitiva literatura franciscana.
3) En el BF (1 p. 211-14) aparecen tres bulas del mismo papa, del año 1237, en que se defienden las llagas contra quienes las impugnan.
4) Rainaldo dei Conti di Segni, nepote de Gregorio IX, fue papa, con el nombre de Alejandro IV, de 1254 a 1261.- El episodio que aquí se narra, y que no lo refiere Celano, hace sospechar que todavía no estaba concluida la iglesia y ni siquiera el púlpito.
5) Esta precisación hace pensar en algún juglar que recitaba ya sea la Legenda versificata, de Enrique d'Avranches (AF 10 p. 405-91), o la rítmica, de Julián de Espira (ibid., p. 372-88), o alguna otra, de carácter popular, que no ha llegado a nosotros. En todo caso, estamos documentados acerca de que en el repertorio juglaresco había entrado también la leyenda de San Francisco; acaso sea así como se inició la redacción de losActus-Fioretti, como también la primitiva iconografía franciscana.
6) El texto dice «in Valle Oleti», que puede corresponder a Valladolid, donde había un convento de la custodia palentina perteneciente a la provincia de Castilla, o también a Olite, donde había un convento franciscano de la custodia de Navarra en la provincia de Aragón (cf. AF 4 p. 536-37).
7) Santo Sepolcro, en Massa Trabaria, se encuentra en el camino de Asís al Alverna. Es el motivo de frecuentes grupos de peregrinos, que dan ocasión a Gineldo (el nombre lo conocemos por 3 Cel 129) de hablar contra San Francisco y sus hermanos.

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